Siempre me han despertado
simpatía y ternura los “chuchos callejeros”, fruto de una mezcolanza de razas, avispados
e independientes, pero fieles y agradecidos ante la caricia y el buen trato… ¡qué
merecen!
Por esa razón dediqué un
párrafo en una entrada anterior a uno de esos animales, pequeños y berrendos, que
nos sirvió de “guía espontáneo” en nuestro recorrido por Las Médulas (León) en
el verano del 2008. Intenté rendirle homenaje poniendo su foto, pero
precisamente no fue captado en ninguna de las muchas tomadas en aquella ocasión,
así que opté por colocar una conseguida de un archivo general.
En los comentarios de aquel
episodio, publicado el día 8 de enero de este año, a mi hija se le ocurrió que
podía haberlo representando con una foto de Pumuky, un perro de similares características, del que gozamos hace
años. Era buena idea, podía haber hecho un cambio de imagen, pero pensé que
mejor sería dedicar un merecido capítulo en exclusiva a un animal de tan
singular comportamiento como aquél. Eso me
propongo con esta historia.
Pumuky pasaba su vida entre la
obra de unos edificios en construcción cercanos a nuestra vivienda en la zona de Sevilla-Este, la casa
donde el guarda de la misma obra residía con su familia, también situada en las
proximidades, y deambulando por el entorno.
Cuando a mediodía la mujer del
guarda pasaba por delante de nuestra casa para llevar la comida al marido,
siempre iba precedida por el pequeño perro, que trotaba arrogante y,
sintiéndose amparado, ladraba bravucón a quien creía oportuno. Curiosamente, a
una de las personas a quien más lo hacía era a una cuñada mía, quien, paradojas
de la vida, terminó siendo una de sus principales protectoras, como contaré más
adelante.
La obra terminó. El guarda y su
familia retornaron a su lugar de origen, pero a aquel perro no lo sumaron a la
emigración. Mi hija, aún adolescente, había entablado amistad con las hijas de
esa familia de edad similar, quienes más lo cuidaban. Por lo visto llegó a un
acuerdo de “adopción” con ellas. Para mi sorpresa, a la vuelta de uno de mis
semanales viajes de trabajo, Pumuky era un miembro más de nuestra familia.
Se le equipó con su canasto y
manta para dormir, con un recipiente para la alimentación y con un collar de
cuero. Collar más de adorno y como señal de propiedad, que como punto de amarre
de una cadena. Nos pareció cruel encadenar (salvo excepciones), ni someter a
cautiverio doméstico, a un animal que había gozado de libertad. Entraba y salía
a su antojo por entre los barrotes de la cancela que daba entrada al porche de
nuestra vivienda.
Pocos años después, solicitamos
a mis cuñados que se hicieran cargo de Pumuky durante un periodo vacacional.
Esta familia vivía con sus dos hijos, aun en edad infantil, en una casa próxima
a la nuestra y de idéntica construcción. Bien atendido y con el cariño de los
niños, a nuestro regreso el animal fijó allí desde entonces su residencia
habitual, sin que por ello dejara de caminar de una a la otra vivienda cuando
le parecía oportuno, en solitario o acompañado a cualquier miembro de las
familias.
Precisamente, aprovechando sus
idas y venidas se le envió desde mi casa a la otra con dos pequeñas cebollas
amarradas al cuello, que eran precisas para la comida. El animal se escondió
debajo de una mesa y no apareció hasta después de repetidas llamadas y mirando
al suelo. Se sentía avergonzado con aquel “adorno”.
En una ocasión estábamos varias
personas sentadas en el porche de mi casa, cuando llegó acompañado de un
“amigote”, que muy educado, se quedó sentado a la entrada, mientras Pumuky dio
una vuelta entre nosotros, como saludándonos, entró en la casa, salió y se
marcharon. Me asomé y, como suponía, los dos caminaban a casa de mis cuñados.
El fanfarrón de Pumuky iba a mostrarle a su amigo que él poseía ¡dos aposentos!
A mitad de camino vivía Persi,
un bello y noble ejemplar de pastor belga. Pumuky le tenía odio mortal, tal vez
por envidia de su apostura. Cuando lo veía tras las rejas de la vivienda, se
acercaba muy agresivo a ladrarle. En esas ocasiones giraba sobre si mismo muy
enérgico, para aparentar la fiereza que al final no tenía. El pobre Persi le
respondía enfurecido y sufriendo su impotencia. Pero ¡ay!, cuando desde lejos
veía que su enemigo estaba en el exterior, daba un enorme rodeo, con mucha
precaución y en silencio. Si era yo quién le acompañaba le voceaba “¡cobarde,
acércate ahora!” y me miraba como suplicando no llamar la atención.
Pumuky
era un incansable fornicador, pero no creo que pecase,
porque supongo que los perros no están sujetos a cumplir el sexto de los Diez
Mandamientos. Aguardaba paciente, durante horas, a la entrada de la vivienda de
alguna perrita en celo hasta que, en ocasiones, su paciencia daba sus frutos y
al menor descuido de los dueños de la hembra, ésta quedaba “empitonada” (en este
caso, palabra derivada de “pito” y no de pitón). Por su actitud amorosa le
llamaron en el vecindario el “Conde Lequio”, como aquel miembro de los
programas del “famoseo”, que aparecía con frecuencia en programas
televisivos.
A veces, Pumuky aparecía de
madrugada de sus rondas de conquista. Si era tiempo veraniego no había
problema, porque se quedaba a dormir en el porche, pero si hacía frío, ladraba
para que le abrieran. En esos casos, mi cuñado, que por razones de trabajo
había de levantarse muy temprano, bajaba con intenciones de propinarle una
“patá”, pero el animal metía el rabo entre las patas y miraba suplicante,
implorando perdón. Conseguía apiadarle y todo quedaba en una gran bronca no
exenta de improperios. Parece que escarmentaba durante unos días, pero era más
fuerte su pasión que su propósito de enmienda y volvía a repetir sus nocturnos
escarceos amorosos.
Pumuky llegó a longevo. Su
muerte fue piadosa. A todos los miembros de ambas familias nos entristeció su
desaparición. Seguro que también lo lloraron las perritas del entorno… La foto
de cabecera corresponde al auténtico Pumuky. No así la de la pareja apareándose,
que aparece aquí como ilustración de su fogosidad..