viernes, 21 de diciembre de 2012

Sevilla, 1


Como anunciaba en la entrada del pasado 26 de noviembre -Torrelaguna-, llegué a la histórica y bella ciudad de Sevilla en la primavera de 1962, en días cercanos a la tan celebrada y artística Semana Santa. Lo recuerdo porque en el Ayuntamiento estaban expuestos los estrenos de las Hermandades próximas a procesionar. Comencé la convivencia con mi Casi (foto de cabecera), ya casada con Franciso, (Paco) y con dos niños, uno de poco más de un año y otro con escasos meses. Vivían en la calle Pavía, situada en el céntrico barrio del Arenal, prácticamente a la sombra de la Giralda. También residían en el domicilio: Ana (Anita), hermana de mi cuñado, el marido de ésta: José (Pepe) y dos hijos de este matrimonio: José Luis (Luis), muy joven entonces y María del Carmen (Mary), adolescente que ya empezaba a mocear. Desde aquellas lejanas fechas y hasta ahora, esas personas pasaron a formar parte de mi familia afectiva, pues si es importante la fuerza de la sangre según la Novela Ejemplar homónima de Miguel de Cervantes, todos sabemos que tanto o más lo es el "roce" y sobre todo el comportamiento. De ellos recibí todo su apoyo desde el principio.

A los pocos días de mi llegada a Sevilla, Pepe, (el Tito Pepe) ya me consiguió un empleo, ahora, para variar, en unos importantes almacenes de grifería, sanitarios de cuartos de baño y otros materiales para la construcción. Continuaba así mi variada actividad laboral, iniciada ya a los 13 años en mi Extremadura natal, como comentaba en uno de los epidodios dedicados a la infancia. Trabajaba, no por seguir ese mítico castigo bíblico sobre el bobalicón de Adán, que por dejarse engatusar por la picarona de Evita y comer el fruto prohibido, se condenaron y nos condenaron en adelante a comer el pan conseguido con el sudor de la PROPIA FRENTE. Desde temprana edad estaba mentalizado de que lo que NO HAY que hacer, si se está capacitado, es comer el pan conseguido con el sudor de FRENTE AJENA.

Pero mira por dónde, que en esa Semana Santa atracó el destructor Churruca en el muelle del Guadalquivir, justo antes de llegar al puente de San Telmo, que entonces era levadizo, para enfocar en la "madrugá" del Viernes Santo a la Virgen de la Esperanza a su paso por el puente de Triana, como era la costumbre, por tratarse de la virgen de los marineros. Espectáculo sobrecogedor, que hacía enmudecer a la multitud, al margen de creencias religiosas. La vista de un buque de guerra y el deambular de los marineros por la ciudad reavivaron mi espiritu aventurero y mi interés por ingresar en la Armada. Creo que el cartel de cabecera, que también formaba parte de una campaña publicitaria por televisión, es de años posteriores, pero creo que resulta adecuado y representativo para exponerlo aquí, pues es seguro que de alguna forma, la Marina me "llamó" y yo, abediente, me dije: Pues allá voy, a ver qué quiere de mí. Pero esto ya lo contaré en el siguiente capítulo y dejo éste así de resumido para aburrir menos al posible lector y porque, en realidad, transcurrieron pocos meses desde mi llegada a Sevilla hasta que acudí al reclamo marinero.

Espartaco



En noviembre de 1959, cuando yo llevaba poco más de dos meses viviendo en Torrelaguna y aún seguía ocioso, estaban reclutando personal de ese pueblo y de otros de la comarca para figurar como esclavos en el rodaje de la batalla principal de la película ESPARTACO, dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas. Tuve la suerte de ser seleccionado, y digo suerte no solo por lo que representaba para un chaval estar presente en un escenario bélico aunque fuera de ficción, sino por la paga de cien pesetas, ¡veinte duros diarios!, cifra entonces fabulosa no solo para mí, sino incluso para un padre o madre de familia, que ganarían entonces, por lo general, unas mil pesetas al mes aproximadamente.

A los pocos días comenzaron a recogernos en autobús por la mañana muy temprano para trasladarnos a unas enormes tiendas instaladas provisionalmente en unos campos del término de Colmenar Viejo. Allí nos abastecían de la indumentaria apropiada: Una manta agujereada en el centro para introducirla por la cabeza, con otros dos agujeros laterales para sacar los brazos y una soga para atárnosla en la cintura. También nos proveían del armamento necesario, totalmente heterogéneo, como es lógico suponer para un ejercito improvisado de esclavos rebelados contra el poder de Roma. Sorprendentemente, me encontré en el rodaje con un paisano mío que estaba haciendo la "mili" y nos jartamos de reír de nuestra apariencia; bueno, más él de mí y que yo de él, pues yo estaba hecho un adefesio, y en cambio, él lucía como un apuesto legionario romano.

Caminabamos después hasta una próxima vaguada verde, extensa, sin rocas, libre de árboles y con unos montes de fondo. Nos situabamos en una suave ladera de la misma pasadas las altas estructuras metálicas de control del rodaje y la zona donde estaban los carromatos con animales de tiro, se supone que con víveres y enseres, custodiados por personas de ambos sexos no combatientes. Los puestos de combate eran ocupados por hombres, muchos adolescentes, como era mi caso, pero no faltaban mujeres también. El primer día, para presumir de armamento ante mis compañeros, conseguí un escudo como el de los romanos y una lanza, pero resulta que ese escudo, curvado, en forma de rombo truncado y adornado con unos rayos de latón, pesaba de lo lindo y cuando nos hicieron dar algunas carreras yo, con mi liviana corpulencia, quedé exhausto. Como éramos una multitud de varios miles de personas, no tuve excesiva dificultad en deshacerme de tan pesado material y agenciarme un escudo redondo de aluminio y una espada corta del mismo metal, réplica de la famosa gladio romana. Eso era ya más ligero de manejar durante toda la jornada. En adelante, perdí todo afán de presunción.

A lo lejos, en la ladera de enfrente y con un fondo montañoso, se situaban las legiones romanas en formación de combate, encarnadas por militares del ejército español, creo que de un campamento próximo. Cuando les daban órdenes de atacarnos, lo hacían con un despliegue perfecto, con los centuriones a caballo, cubiertos con los típicos cascos adornados con penachos rojos. Como eran días fríos pero soleados, a veces nos llegaban los destellos de los rayos metálicos de los escudos y a medida que se acercaban escuchábamos el ruido que hacian sus faldellines de tiras de cuero con incustraciones también metálicas. Cuando estaban muy próximos, la vanguardia realizaba rápidos movimientos de maniobra. Puedo asegurar que el espectáculo era asombroso, enervante y a veces nos hacía hasta enmudecer.

Yo, muy valiente, me situaba a la derecha en primera línea, a la izquierda según se mira la pantalla como se muestra en esta escena que enlazo de You Tube (claro está que es imposible reconocer a nadie en tal multitud y con enfoques tan fugaces), junto a unos rollos de cañizo impregnados de un líquido inflamable y al lado de unos extras verdaderos, corpulentos y con las piernas brillantes de algún tipo de maquillaje. Cuando nos ordenaban atacar, estos extras prendían los rollos y haciéndolos rodar en llamas, los seguíamos corriendo hacia los romanos. La verdad es que, aunque éramos conscientes de la ficción, se nos despertaba el "ardor guerrero". Quizá hubiera sido capaz de atacar con mi espada y luego me hubieran puesto en la cartilla militar no eso de: Valor, SE LE SUPONE, sino SE LE RECONOCE. Hombre... no hubiera estado bien. ¿Y si, casualmente, hubiera herido a mi paisano?

Nuestra actuación duró solo tres días, fue una pena por la pérdida de jornadas tan aventureras, aunque a veces la acción se hacía pesada por las continuas interrupciones para hacernos repetir la misma escena, pero lo más doloroso fue perder tan elevado sueldo, que casi ahorrabamos en su totalidad. Por ejemplo, mis amigos y yo solo gastabamos cinco pesetas a mediodía en un refresco y un bocadillo. Como soy un poco fanfarroncete, cuando machaconamente repito aquella vivencia, digo que Kirk Douglas fue compañero mío de reparto.

P. D. Esta entrada fue incluida en el blog el pasado 9 de diciembre, fecha que coincidia con el cumpleaños de Kirk Douglas, algo que no sabía y curiosamente con el mio, algo que "casi" no sabía, pues procuro olvidarlos tradicionalmente, aunque no falta alguien que me lo recuerde y me "de el día", pero mira por donde que por "pinchar" donde no debía y no atender la propia advertencia del ordenador, quedó borrada de forma definitiva. 

 

 

lunes, 26 de noviembre de 2012

Torrelaguna



Corría el año 1959 cuando mi hermana Chari con su niño de unos meses nacido en Aranjuez, se trasladó a vivir a Torrelaguna, siguiendo a su marido que había encontrado trabajo de conductor (también era un experto mecánico) de un camión para el acarreo de materiales para unas obras de ampliación que se estaban realizando entonces en el Canal de Isabel II que abastece de agua a Madrid. Torrelaguna es un pueblo situado hacia el norte de la comunidad madrileña y no muy lejos de la sierra. Como esa hermana se hizo la principal responsable de atenderme, pues yo aún contaba con 15 años, dejé el trabajo en la tienda de Aranjuez y me fui a vivir con ella, llegando a Torrelaguna a principios de septiembre del año citado.

Un tiempo depués encontré un nuevo empleo, esta vez de aprendiz de chapista, con dos profesionales que habían llegado de Madrid aprovechando el aumento temporal de la flota de vehículos. Pero cuando ya estaba haciendo mis "pinitos" con la soldadura autógena con bombonas de oxígeno y acetileno a presión (incluso conocí los antiguos gasogénos de carburo), mi aprendizaje quedó truncado por la inesperada desaparición de la escena de esos individuos, que no dejaron ni rastro. Resultaba gracioso ver por el pueblo algunos vehículos parcheados con las imprimaciones previas al pintado y a los dueños con un cabreo tremendo porque en algún caso hasta habían anticipado dinero. La "gracia" también me salpicaba a mí, que no cobré ni un duro después de varios meses de trabajo.

Durante una temporada de paro forzoso, yo acompañaba ocasionalmente a mi cuñado en sus viajes, más por entretenimiento que como ayudante, que tampoco era necesario. Pero terminadas las obras o reducidas a un mínimo de trabajo, él precisó un nuevo empleo que consiguió finalmente como conductor en La Quesera Torrelagunense, conocida popularmente en el pueblo como La Quesería. No tardé mucho en incorporame también a esa empresa, o sea, que ahora, para variar, me convertí en quesero.

Mi cuñado y yo salíamos de madrugada con el camión para ir recogiendo la leche de oveja entre los ganaderos de la comarca, por territorio de las provincias de Madrid y Guadalajara. Los inviernos en esas estepas castellanas son gélidos, por lo que pasabamos un frío tremendo, pero al cabo de un tiempo yo estaba integrado en la completa elaboración de los quesos y sus derivados. Se aprovechaba todo, hasta el suero final servía de alimentación a los cerdos de las dos familias propietarias que además eran ganaderos y agricultores y vivían en los laterales del edificio de la fábrica y disponían cada una de un extenso corral. Durante la larga temporada de fabricación, el trabajo era intensisímo y de muchas horas diarias y los empresarios trabajaban al unísono con los empleados, solo descansabamos las tardes de los domingos. Ignoro el índice de paro del pueblo, pero tenía que ser muy alto. ¡Coño, si todo el trabajo lo teníamos acaparado nosotros!

En verano, la actividad se reducía a producir los pocos quesos de algunas partidas de leche recogida por compromisos adquiridos y de esa elaboración me solía encargar yo. La primera vez, por impericia con el cuajo, me "cargué" unas veinte piezas que correspondían al total de la fabricación de la jornada. Pero no pasó nada, fueron "gajes del oficio" y, en adelante, todo me salió correctamente. Como empecé a trabajar siendo un adolescente de 16 años las familias propietarias me tenían mucho aprecio y yo también a ellas. Por el poco trabajo en esa época del año tenía tiempo libre, así que me empleaban como comodín, encargandome variadas y suaves tareas agrícolas. Allí pudo estar mi futuro laboral, pero a pesar de la constante atención de mi hermana Chari, por causas que no vienen al caso, determiné cambiar de aires y trasladarme a Sevilla para vivir con mi hermana menor. Mi Casi. Pero eso ya es otra historia.

Bueno, añadiré a modo de anécdota dos casos que me ocurrieron trabajando en La Quesería: Había dos ganaderos cercanos a Torrelaguna, uno en una finca llamada La Casa Oficios y otro en Redueña, un pueblecito próximo. La recogida de la leche en esos casos, si no le venía bien al camión, se hacía de forma particular. Una vez me enviaron a Redueña con un pequeño carro tirado por una mula, cuando en una cuesta abajo próxima a un puente, el animal cogió carrera y yo no supe dominar la situación, pues ya he dicho en otras ocasiones que yo era hijo de "artista" y no entendía nada de animales de tiro ni de campo. Salí indemne de forma sorprendente, pero con mucho miedo y dije que yo no era carrero en adelante. En otra ocasión regresaba de La Casa Oficios montado en un burro grande muy vivo, de color blancuzco, cuando de pronto el pollino de puso cachondo olfateando una burra que iba delante y se desbocó con la calentura sin que yo pudiera atajar su trote. Terminé descabalgado, maltrecho y rodeado de los cántaros abollados o con la leche derramada por las costuras de estaño despegadas. En adelante, las más de las veces, para este ocasional acarreo, cabalgaba yo en otro burro de caracteristicas opuestas: Era de color negro, pequeño, vago, lento, vamos un penco en toda regla, pero eso sí, seguro porque a aquel jumento no se le hubiese ocurrido, no ya trotar, siquiera aligerar el paso, ni por una burra propicia a mano.


Me quedó en el "tintero" contar que, en diciembre de 1959, fuimos en autobús gratuíto desde Torrelaguna a Madrid jovenes de ambos sexos y supongo que de todos los pueblos próximos a la capital, para figurar como espectadores en el Paseo de la Castellana, ante el recorrido en coche de Franco y Eisenhower, presidente de los Estados Unidos. Fue un hecho histórico y, simplemente, así lo expongo.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Aranjuez, 2



Con la entrada Aranjuez,1 finalizaron los relatos dedicados a mis vivencias infantiles, salvo que me haya quedado alguna anécdota en el "tintero" que considere interesante agregar, al menos para mis recuerdos y entretenimiento.

Regreso a esa población en el verano de 1958, donde continuaba mi hermano Quico y había llegado mi hermana Chari, cada uno ya casados, mi hermano incluso con una niña de apenas un añito. También estaba ya allí mi padre, mientras mi madre quedaba hospitalizada en Madrid, como era frecuente. Mi hermana menor, Casi, vivía en Sevilla y mi hermana Lelo, que como comenté en ocasión anterior, quedó en el pueblo para la eternidad en plena juventud. Es notorio que ya no antepongo el posesivo MI directamente ante el nombre de los hermanos y otros seres queridos como era lo habitual en Extremadura, no porque ya no sintiera así, sino para sintonizar con el habla de la zona. En una ocasión que dije a un amigo: "¡Mira, por ahí pasa tu Chari!", me contestó: "¿Mi Chari?, será mi hermana Chari". Bueno, es cuestión de narrativa, en este aspecto sigo pensando como en mi infancia extremeña.

Con ese viaje, me sumo ya definitivamente a la segunda fase de la emigración, al éxodo extremeño, originado por motivos económicos y cierto trasfondo político, precedido unos años por la colonización del Plan Badajoz, donde dieron vivienda y parcela a algunas familias campesinas y continuado a principios de los años sesenta por la demanda de mano de obra, incluso sin cualificar, por parte de algunos paises europeos del entorno, principalmente Alemania. En consecuencia, el número de habitantes del pueblo y de Extremadura en general quedó reducido de forma muy considerable.

Desde febrero hasta agosto de 1959 me incorporé al mundo laboral, trabajé en una importante tienda, Ultramarinos Tejedor, donde incluso me dieron de alta en la Seguridad Social de entonces. Después de los descuentos, me quedaban unos ingresos netos de 217,43 pesetas mensuales y una paga extra en julio de 108,72 pts., según consta en las nóminas que aún conservo. En realidad, ya había trabajado en Campillo desde los 13 años en un comercio de tejidos, donde fui tratado como un miembro más de la familia. Pero como contraste y costumbre, allí, y creo que en toda la zona, consideraban que un aprendiz cobraba solo con eso, con el aprendizaje de un oficio. Curiosamente los niños que trabajaban en el campo por cuenta ajena percibían una paga, aunque escasa, o al menos la manutención de la jornada.

Aún así, me podía considerar afortunado, pues los hijos de los campesinos asalariados o poco hacendados, se incorporaban al trabajo a edad más temprana y abandonaban la escuela, al menos de forma regular. Era necesario para la economía familiar. Ignoro la existencia de leyes sobre la edad mínima para el trabajo infantil, pero de existir, éstas se infringían de forma regular. Mi caso fue como el de otros muchos de la España de entonces, todavía con secuelas de la pasada y cruenta Guerra Civil, o sea, el de un estudiante frustado, pues la enseñanza media y sobre todo la superior, era un privilegio que solo se podían permitir las clases acomodadas, máxime si para cursar esos estudios tenías que trasladarte y vivir en las ciudades que contaban con universidades. La excepción la constituían algunos mecenazgos o casos de pérdidas de vocación tras el paso por el Seminario. Así que conmigo "murió" un estudiante vocacional, pero vivió un constante lector desde la infancia.

Pero bien, yo era feliz en mi tienda de Aranjuez y durante los fines de semana deseaba que llegara el lunes para ponerme detrás del mostrador a despachar. Me sentía importante. Por pura casualidad allí trabajaba uno de mis escasos amigos (me sentía un poco desarraigado), a quien curiosamente conocía desde mi primera estancia en 1955. Ese chaval, Félix, a quien no he visto desde entonces, era de mi misma edad, pero ya mucho más desenvuelto que yo en amores y amoríos. Nos juntabamos mucho, siempre estaba de buen humor y con su eterna cantinela:

Tu madre me ha dicho feo,

tu madre me ha dicho feo,

otra vez que me lo diga,

saco la picha y la meo.

También, empleando el tonillo de la "Polka del Barril de Cerveza", canturreaba repetidamente:

Estoy loco,

estoy loco,

estoy loco de contento,

tengo pelos en el "jeve"

y de noche me los cuento,

tengo más de ciento nueve.

No he conseguido averiguar a que se refería con eso del "jeve", ni sé si se escribe con be o con uve. Me imagino algo de las "partes bajas" o , lo más posible, una palabra inventada para la rima con nueve. Lo cierto es que esas letrillas verderonas y picarescas, aprendidas en la infancia o adolescencia, quedan grabadas en la mente de por vida.

Se me olvidaba y aunque sea como apostilla, añadiré que en 1958 vi por algunas calles de Aranjuez a Vicente Parra y Paquita Rico paseando en carroza, rodando parte de la película: "¿Dónde vas, Alfonso XII?"

lunes, 5 de noviembre de 2012

Aranjuez, 1



Como ya anticipaba en la entrada del pasado 5 de agosto, titulada "El arroyo", estuve una temporada en Aranjuez al amparo de mi hermano Quico y con unos familiares por parte materna. Esto ocurría entre finales del invierno y principios del verano de 1955, o sea, durante algo más de cuatro meses. No recuerdo con precisión las fechas.

Tan a su amparo estaba, que una tarde que se me rompió una sandalia me acerqué al taller donde trabajaba y lo localicé haciendo una reparación bajo un pequeño camión, le expliqué la situación y que yo no me iba de allí hasta que me comprara unas sandalias nuevas, porque los niños se reían de mí. Su lógica respuesta, aunque yo entonces no lo entendiera así fue: ¡Niñooo, me quieres dejar hasta que termine de trabajar y luego te las comproo!. Yo, empecinado en mi postura, no me avenía a razones y no paraba de insistir, pero al final no tuve más remedio que esperar al final de la jornada para que me las comprase. Esta sería una escena clásica del cine neorrealista italiano que tanto me gusta, pero que en aquella ocasión no era neorrealismo, sino , simplemente realismo. Pobre hermano mio, que tardecita le hice pasar.

Esos familiares a los que me refería al principio de la narración eran una tía de mi madre y sus siete hijos, tres varones y cuatro hembras, todos ya casados excepto las dos menores, así que en ausencia de mi hermano durante la jornada laboral, yo recorría sus casas donde me trataban con cariño, salíamos a veces a pasear e incluso acompañé en varias ocasiones a una de las solteras a la recogida de fresas en los campos propiedad también de otro familiar. Yo en realidad me lo tomaba como una jira campestre, correteaba por el entorno y no paraba de comer fresones recién cortados de la mata, más grandes y dulces para el paladar de un niño que las fresas, aunque éstas tenían un precio sensiblemente superior. (Actualmente solo se ven fresones en el mercado, aunque erróneamente los llamen fresas). Pero a pesar de las atenciones, de la frondosidad y belleza de los jardines por donde paseabamos y el caudal del río Tajo, mi mente infantil añoraba "mi arroyo", los campos de olivos, las extensas dehesas (decíamos jesas) extremeñas por donde correteaba, los frecuentes planeos de los buitres sobre el pueblo y más que nada, a mis amigos.

Para no perder el contacto con el pueblo mantenía correspondencia con un primo y amigo, metía las cartas en unos pequeños sobres azules muy baratos que había entonces y le pegaba un sello de Franco. Especifico de Franco porque no hacía mucho tiempo que el cartero me entregó una carta en la puerta de mi casa en Campillo, posiblemente de mi hermano y comprobé sorprendido que el personaje que venía en el sello no era Franco como siempre, sino otro, no recuerdo quién y entré gritando: ¡Mirad, hoy no viene Franco en el sello, viene el Gobierno!. Pensaba yo que el Gobierno al que se referían los mayores era una persona en concreto, pero ya en Aranjuez sabía que el Gobierno era los ministros y otros hombres que mandaban mucho, sí, pero que Franco mandaba más que todos ellos juntos.

¡Qué diera por conservar aquella correspondencia aunque ahora su lectura me hiciera brotar las lágrimas!, por aquello de que traer tiempos pasados a la memoria dan más pena que gloria. Pero aún quedan en mi mente dos noticias de las que intercambiabamos, a saber: Yo le comentaba a mi primo que en Aranjuez, los aparatos, como llamabamos en el pueblo a los aviones, pasaban tan bajos que se veían hasta los pilotos. En realidad los confundía con las avionetas que sobrevolaban ocasionalmente la ciudad. Mi primo me escribió una vez muy contento diciendome que le habían regalado como una pluma, a la que se achuchaba arriba y salía una punta con una bolita que escribía muy bien y ya no necesitaba el tintero. Describía los primeros bolígrafos que veíamos y, en realidad, esto no resultaba tan extraño habida cuenta que se trataba de un invento extrajero reciente, solo de la década anterior y que tardaron unos años en popularizarse.

Por fin regreso al pueblo y además en verano con todo el tiempo libre para mis juegos y correrías, pero mira por dónde, al principio serví de burlas y risas a mis amigos, porque por lo visto, con esa rápida asimilación de los niños, yo venía muy finolis, pronunciaba las esesss del final de las palabras y la jota muy sonora en vez de la hache aspirada extremeña. Pero fue un tiempo efímero, en breve recuperé mi propio acento y todo volvió a la normalidad.

sábado, 27 de octubre de 2012

El fabulador del pueblo



Las tertulias familiares en las puertas de las casas y sus proximidades para tomar el ¿fresco? en los anocheceres de los calurosos días del verano, así como el interior de los talleres de los carpinteros y las fraguas de los herreros, durante las horas de faena de los días de lluvias torrenciales, cuando algunos campesinos quedaban ociosos al no poder acudir a los campos, eran los escenarios más apropiados y el caldo de cultivo idóneo, por las atención necesaria, para que los "fabuladores" dieran rienda suelta a la imaginación para su deleite y el disfrute de los contertulios.

Frente a la fragua de mi padre, próxima al domicilio familiar, solía haber una tertulia de hombres las noches veraniegas. Éstos aprovechaban para su acomodo algún carro estacionado o en espera de reparación. Entretanto los niños correteabamos y jugabamos por los alrededores hasta altas horas de la noche. Amparándose en la oscuridad, por la escasa iluminación del pueblo y conocedores de que algún hombre, para su mayor comodidad, terminaría agarrandose a los salientes de los yugos de hierro, algún niño atrevido untaba esa parte con la grasa del eje. Cuando alguien se impregnaba las manos con esa masa ya viscosa y enengrecida por el rodaje y muy difícil de quitar, los gritos y juramentos se perdían a lo lejos. Lo más suave que se podía escuchar era: Niñooooo, hijo de la gran putaaaaa. Grito que acrecentaba el disfrute del autor de la "facatúa" y de sus cómplices. Pero si en algún caso el causante era sorprendido, soportaba el castigo o reprimenda con estoicismo, pues era rarísimo que por entonces, un niño replicase a una persona mayor, aun cuando no fuera de su familia.

Esa reunión nocturna era frecuentada por el Tío Cano, buena persona, pero con fama de llevar la palma de los "fabuladores" del pueblo. (Los adultos se referían a él como el mayor mentiroso, así, sin más. Ellos sabrían). Después de tantos años solo persisten en mi memoria tres de las patrañas que le atribuían y divulgaban. A saber:

En una cacería recogieron a una perdiz a la que habían arrancado el pico con un tiro de refilón y nada, le injertaron otro de goma y el animal suguía comiendo, bebiendo y picoteando con toda normalidad. Para que vean los implantes que ya se practicaban en Extremadura años antes de nacer el "Doctor Milagro", el justamente afamado y admirable cirujano plástico de Valencia, Dr. Cavadas. ¡Manda huevos!.

Su "Amo", como así llamaban algunos campesinos a los propietarios de las fincas donde trabajaban, tenía un caballo percherón con unos cascos enormes, tan grandes, que en una ocasíon puso uno encima de una gallina que estaba incubando y el ave salió indemne del cobijo forzoso que le proporcionó el hueco de tan descomunal pezuña. ¡Venga yaaaa!

En una ocasión salió del pueblo antes de clarear el día (hora habitual de partida de los gañanes) con la yunta de mulas y los aperos de labranza y cuando llega a los campos de labor y va a comenzar la faena se da cuenta que ha olvidado los avíos de fumar. ¡Vaya día que me espera, pensaba!. Pero nada, a medida que avanzaba surcando la tierra se fue encontrando una petaca con tabaco, un librito de papel y un mechero. Supongo que el mechero sería de aquellos corrientes de mecha y yesca y no de oro. ¿Será cierta esa creencia popular de que hay días aciagos en los que lo mejor hubiera sido no levantarse y otros en los que todo te sale a "pedir de boca", como le ocurrió al Tío Cano aquella jornada.?

Hubo un tiempo en que pensé que estos personajes, admirables por su capacidad de inventiva, se habían extinguido con la llegada de los modernos medios de comunicación y entretenimiento, pero ¡que va!, aun perviven afortunadamente y además con futuro, lo sé porque conozco al menos dos de ellos a través de mis hijos, quienes en una ocasión me vinieron diciendo que uno de esos dos amigos suyos les había contado que un día buscando espárragos silvestres en el campo se había caído en una sima y que pudo salir trepando por un espigado ejemplar que crecía desde el fondo. Hombreee, tal vez el chaval tomó por espárrago a un palo de la luz.

Como parece ser que estos "cuentistas" acaban por creerse sus propias historias a fuerza de repetirlas, había en mi pueblo un antiguo herrero muy querido por mí, que había trabajado incluso con mi padre y que en este tipo de charlas tomó la táctica de dar a su gorra (boina) un giro de ciento ochenta grados desde la frente hacía atrás, para recordarse a si mismo de que se trataba de una patraña y no terminase creyendo lo que escuchaba. Sabia decisión que he pensado en personalizar y poner en práctica llegado el caso, por ejemplo cruzando la mano diestra al pecho al estilo de Napoleón.

miércoles, 17 de octubre de 2012

El tonto del pueblo



Siempre me ha resultado curiosa la referencia popular al Tonto del Pueblo, así en singular, cuando supongo que el número de éstos es proporcional a los habitantes de una población. Que yo recuerde, a Campillo, con unos 5.000 vecinos le correspondieron nueve o diez tontos, algunos muy graciosos. Pero de ellos sí que era UNO el más emblemático y participativo en los acontecimientos populares. Entonces, posiblemente, a ese tipo de personajes alude el dicho generalizado.

El tonto de mi pueblo se llamaba Alonso, quién, sin ser mariquita, acudia a todas las misas, especialmente a la mayor del domingo por la mañana, ataviado con el velo preceptivo para las mujeres y, a falta de éste, con un pañuelo anudado bajo la barbilla al estilo femenino. También llevaba otro pañuelo para limpiarse la baba, pero resultaba insuficiente, pues ésta le fluía y fluía. Era un caudal continuo.

Es curioso que estos personajes siempre esten presentes en los ritos religiosos como misas, predicaciones y procesiones, o bien en los actos luctuosos tal que pésames, velatorios y entierros, mientras que por contra y en general, son poco amigos de los acontecimientos de regocijo.

Como yo me marché siendo un adolescente, para dar más contenido a este relato me veo obligado a tirar de carrete y situarme en tiempos no tan lejanos y así, sin salirme de mi pueblo, poder añadir otro de estos casos que viví en mis espaciadas visitas.

Me refiero ahora a Pepillo, a quien un familiar mío que trabajaba en los servicios jurídicos del Ayuntamiendo había nombrado POLICÍA del pueblo, cargo que tomaba con toda seriedad y celo. Mi familiar se reservó el puesto de "JEFE GORDO DE POLICIA". Conocedor yo de la situación, cuando me acercaba con el coche por las inmediaciones de la casa de Pepillo, donde éste solía estar, le pedía permiso para aparcar y siempre me respondía: "Tú puedes aparcar donde quieras", privilegio fruto de nuestro antiguo y mutuo conocimiento, pues incluso asistió ocasionalmente a la escuela conmigo, pero a distinta clase. Le daba las gracias muy efusivamente, pero seguía mi camino puesto que aquella no era zona de estacionamientos.

En una ocasión, "EL JEFE GORDO" me invitó a que lo acompañara ya que era lunes, justo el día que Pepillo le daba los partes de denuncias por las incidencias ocurridas en el pueblo durante el fin de semana. Lo localizamos, como era lo habitual, en las inmediaciones de su casa. Yo me retiré discretamente, a una distancia que pudiera oír pero no ver las denuncias, advertido como estaba de que se trataban de simples papeles garabateados, por lo que hubiera dejado al policía en evidencia por no saber escribir. Ese día solo se dieron dos casos punibles.

Como los papeles eran ilegibles, el Jefe siempre se veía obligado a preguntar de quién se trataba y qué falta había cometido. En el primer caso, Pepillo, después de aclararle quién era, añadió que el domingo lo "pilló" hablando en misa y le dijo: "¡Mañana te vas a enterar!", y decía esto acompañandose con la gesticulación correspodiente. "Ah, pues has hecho muy bien, hablar en misa es un pecao mu gordo y le voy a poner una buena multa". Al escuchar la segunda acusación el Jefe se hizo el sorprendido diciendo, que qué había hecho aquél con lo buena persona que era. Pepillo replicó: "Sí, pero lo escuché tirarse un peo mu fuerte en las Cuatrosquinas" (las Cuatro Esquinas es el centro tradicional del pueblo). El Jefe le respondió que estaba muy feo y asqueroso eso de peerse en la calle de forma sonora y mucho menos en el centro, que esas cosas se hacían en el cuarto de baño o en el corral de cada uno y que también le iba a meter un buen "paquete". Una vez terminados los formularios, el Jefe felicitó a Pepillo por su labor, quien quedó lleno de gozo, se despidieron respetuosamente y seguidamente nos marchamos.

Comprendo que quién haya leído lo escrito hasta ahora pueda interpretar que se trata de una burla hacia aquellos seres a quienes la Naturaleza "obsequió" con una minusvalía psíquica, pero puedo asegurar lo contrario. En las contadas ocasiones en que he mantenido esas relaciones, han sido alentadas por ellos, a quienes siempre he tratado con el máximo respeto. Me he reído sí, pero CON ellos ¡JAMÁS! DE ellos y en todo caso les he profesado un verdadero afecto. Es más, en alguna ocasión, escuchando su mundo de fantasías, me han hecho pensar: ¡Pero si este cabronazo es más feliz que yo!

 

 

 

lunes, 8 de octubre de 2012

Mi Quico



Cuando estalló la Guerra Civil en 1936, mi padre, quien ya era mayor para ser reclutado para el frente de batalla y que ya un tiro le había atravesado un brazo por su participación en la llamada Guerra de Melilla tras el Desastre de Annual, se marchó del pueblo a la llamada "zona roja" antes de la llegada de las llamadas tropas nacionales, por los comentarios de represalias que éstas aplicaban sobre quienes hubieran votado a algún partido considerado de izquierdas. Creo que estuvo por la provincia de Ciudad Real, pero en nada se significó ni participó en acciones combativas. De hecho, a su regreso, nunca fue molestado.

Cuando se acabaron los recursos económicos, mi madre se marchó a Llerena al amparo de un hermano suyo, ya casado y con hijos y bien situado económicamente, llevando consigo a mis tres hermanas, la más pequeña apenas rebasaba el año de edad. Mi Quico, mi hermano mayor, quien contaba con unos diez años, quedó en Campillo bajo la tutela de una tía por parte de mi padre. Yo no había nacido aún, lo lógico es que me hubiera presentado en este mundo a los nueve meses siguientes al supuesto encuentro fogoso de mis padres, después de la larga y forzada separacíón durante el conflicto, pero no, no fue así, me "nacieron" varios años después y aún me sigo preguntando: ¿Para qué?

El humorista Chumy Chumez, quien también vivió de niño aquel trágico período, publicó un libro titulado: "Yo fui feliz en la guerra", algo que afirmaba  de viva voz. Curiosamente mi hermano contaba lo mismo. Aunque parezca paradójico y sorprendente: Qué escenario de mayor disfrute para un niño como en su caso, que vivir en el ambiente bélico de un pueblo no muy lejano a un frente de combate, exento de escuela, al menos de forma regular y dejado todo el día prácticamente a su libre albedrío, puesto que los mayores sí vivían preocupados y amedrentados continuamente por la tragedia que les rodeaba. Me contaba muchas historias y yo gozaba escuchándole cuando niño.

Formó una jauría con perros abandonados por familias huidas y los sacaba a pasear por el pueblo con latas vacias de conservas, con agujeros en el extremo, metidas en el hocico y amarradas en forma de bozal. Cuando le preguntaban por qué hacía aquello respondía: Pa que no coman a dezhoras (ceceaba de pequeño). Supongo que "a sus horas" no tendrían otro menú que mendrugos de pan con agua.

También llegó a tener un palomar y para embellecer los pichones ya a punto de volar, les pintó las alas con pintura de distintos colores. Como es de suponer, las mismas les quedaron pegadas y los convirtió en "pollos"que solo podían corretear por el suelo. Buenos tiempos para que terminaran en la cazuela.

El Frente a que me refería anteriormente se situaba en la Sierra de los Argallanes (popularmente Argallenes), a unos veinte kilómetros del pueblo. Frente inactivo en largos períodos de la guerra, por lo que en ocasiones mi hermano marchaba en camiones con los soldados de intendencia o tal vez algún relevo. Estos relatos eran los que más despertaban mi fantasía infantil. Qué envidia sentía y cuánto hubiera disfrutado yo de haber vivido aquella experiencia.

Uno de los momentos en que se produjeron violentos combates fue durante el verano de 1937, interviniendo por el bando franquista la I Brigada Mixta, Flechas Azules (Frecce Azzurre), compuesta por tropas españolas e italianas. Como Campillo se hallaba en zona nacional, construyeron un cementerio en sus proximidades, conocido desde entonces como CEMENTERIO DE LOS ITALIANOS, para dar sepultura a los caídos de ese bando. En realidad no fueron muchos los italianos, aun cuando el recinto tomó su nombre. Además, aunque allí siguen sus cruces de hierro identificativas, en la postguerra exhumaron sus restos que fueron trasladados y centralizados en un cementerio de Zaragoza.

La otra ocasión en que tuvieron lugar duros enfrentamientos fue desde el 5 de enero de 1939, con una duración inferior a un mes y como consecuencia del llamado Plan P, proyectado por el general republicano Vicente Rojo, entrando en acción todo el frente de Extremadura y Córdoba, como últimos coletazos ofensivos de la República. Es entonces cuando fue necesario ampliar el cementerio y cuando mi hermano me contaba que una tarde estaba allí entretenido en ayudar mojando ladrillos a un albañil llamado El Choncho, quien estaba construyendo nichos. Alineados a su alrededor había cadáveres de soldados envueltos en mantas esperando ser enterrados. Les habían colocado una botella vacía entre las piernas, con un papel en su interior con sus datos personales y tapada con un tapón de corcho. Como en invierno anochece muy temprano, a mi hermano le fue entrando mucho miedo y sin previo aviso salió corriendo para el pueblo y allí quedó al Choncho con "sus muertos".

En realidad corresponderían a mi hermano estos relatos, pero como , desgraciadamente falleció hace años (que la tierra le sea leve), he considerado oportuno recoger el testigo para que estas vivencias no queden en el olvido. Por mi parte he de añadir que desde que las escuchaba me fui convirtiendo en un entusiasta estudioso de la Guerra Civil, pero siempre desde un punto de vista histórico. Algo que creo positivo por el pensamiento aquel de: Pueblo que olvida su Historia está condenado a repetirla.


martes, 25 de septiembre de 2012

El palomar



Comentaba en el CUARTEL 2 que, como excepción, me salía de la línea ahora dedicada a anécdotas infantiles principalmente, pero mira por dónde he recordado otro caso que tenía en la recámara y que considero necesario relatar.

La torre de la iglesia de mi pueblo se terminó de construir en la primera mitad de siglo XVI, aunque no creo que pueda definirse con un estílo arquitectónico en concreto, pienso que es parecido al mudéjar, sobre todo por el material empleado en su construcción: El ladrillo rojo macizo.

El edificio estaba en general deteriorado por el paso de los siglos, principalmente la parte superior, por lo que llegaron a un acuerdo con la D. G. de Regiones Devastadas y Reparaciones para su restauracíon, organismo estatal que realizó la obra en 1955.

Ignoro de dónde partirían las directrices, pero lo cierto que en vez de construir en armonía con el conjunto del edificio, lo que realmente levantaron en la cima fue "un palomar", como se llamó popularmente a ese añadido y creo que acertadamente, pues tal semeja, como puede apreciarse en la foto de cabecera. Es más, por sus paredes blancas y su tejadillo de teja árabe, a mí también me parece que lo que colocaron en lo alto fue un cortijino.

Comprendo que el actual estado de la torre le resulte familiar y hasta bonito a las nuevas generaciones, acostumbradas ya a esa visión, pero para quienes conocimos el anterior remate y además vamos poco por el pueblo, al menos en mi caso, el conjunto resulta como un insulto a la vista, un atentado a la Arquitectura.

Pero hubo otro atentado aún más grave, éste contra la Naturaleza. No se les ocurre otra cosa que, para iniciar la obra, arrojar al suelo los nidos de las cigüeñas, con las crías ya crecidas pero sin capacidad de vuelo aún. No recuerdo por quién, pero hasta a mí llegó un cigüeñino que intené criar alimentándolo con renacuajos, pero porque no estuviera bien o por mi falta de pericia, el animalito se me murió. ¡Qué pena!.

Quien estaba entonces en el pueblo de Comandante de Puesto de la Guardia Civil me comentó hace años que se aplicaron al responsable o responsables de tal acción contra la naturaleza las medidas punibles que entonces pudieron, pero no recuerdo bien sus palabras y después de 57 años no voy a perder el tiempo en averiguaciones que ya de nada servirían.

 

lunes, 17 de septiembre de 2012

El cuartel, 2



Aunque sea salirme de la línea de estos episodios dedicados a las vivencias infantiles, algo de sentimentales y nostálgicas en ocasiones y con las escasas pinceladas de humor que me permite mi corto ingenio, creo que, moralmente y como excepción, no debo silenciar la cruda realidad que para muchas personas significó aquella época.

El final de los años cuarenta y rebasada la mitad de los 50, periodo en que transcurrió mi niñez con recuerdos claros de Campillo antes de mi marcha definitiva, fue una etapa de carencias y penurias en general y hambruna en particular en algunas familias, a pesar de que los mayores llamaran años del hambre sólo  a los inmediatamente posteriores a la Guerra Civil y por lo que decían,  el más cruento fue 1941.

Por lo que conocí posteriormente, esa lamentable situación económica no era exclusiva del pueblo, sino de prácticamente toda la nación, aunque más acusada en  Extremadura y Andalucía, precisamente regiones con recursos agrícolas y ganaderos suficientes para haber evitado esos casos de hambre si hubiera existido una mayor solidaridad y una adecuada justicia social.

Ante ese dramático panorama, yo observaba con frecuencia en el patio delantero del cuartel, descubierto, y que lindaba con la calle por una reja de hierro sobre un murete y una puerta del mismo metal, a un grupo de hombres, casi siempre los mismos, para mí mayores, pero que en realidad algunos eran prácticamente adolescentes. Jornaleros, con frecuencia sin trabajo, pertenecientes a nombradas familias de pueblo. Hombres detenidos por cazar furtivamente o por ¿robar? en campos ajenos productos imprescindibles para su supervivencia. Me consta, por lo que se decía entonces y por lo que me he ido enterando después, que nunca cometieron actos vandálicos ni mucho menos, delitos de sangre.

Pero claro yo solo era un niño, además muy fantasioso, que cuchicheaba con otros y que no hacía mucho me habían llevado a ver la película "Alí Babá y los 40 ladrones". En consecuencia, para mí: ERAN LADRONES. Como contraste, cuando llegaba a casa escuchaba a mis padres, quienes conocían a ellos, a sus padres y hasta a los padres de sus padres. argumentando a su favor: Son gente del pueblo de toda la vida, gente honrada y trabajadora, pero si no tienen trabajo ni dinero: ¿Qué han de hacer? ¿Dejarse morir de hambre? Y eso que mi familia no nadaba precisamente en la abundancia, pero con los ingresos de la fragua y la ocasional ayuda de familiares mejor acomodados económicamente, pasamos aquellos tiempos.

Para esas y otras familias la solución vino a principios de los años 60 con la emigración, sobre todo a los paises europeos próximos que no exigían mano de obra cualificada, especialmente a Alemania. Muchos regresaron más tarde (¡la fuerza del amor al terruño, a pesar de las pasadas adversidades!), pero ya con la vida resuelta por los ahorros de su duro trabajo o con las pensiones derivadas del mismo.

Mi reconocimiento, aunque insignificante, a esas personas que les tocó sufrir la parte más dura de aquella dura época.

¿Y ya está?. Sí, ya se que quienes vivieron aquellos tiempos o los  conocen por referencias y sobre todo los que los sufrieron, dirán que empezaba éste relato anunciando que me saldría de mi línea habitual y que a final no me he "mojao"  que resulta blando y descafeinado hablar simplemente de "detenidos" cuando la realidad es que eran hombres perseguidos y en ocasiones apaleados, aunque no exclusivamente por la Guardia Civil, pues por entonces cualquiera que luciera un uniforme considerado de agente de la autoridad, parecia que tenía "patente de corso" y podía tomarse la justicia por su mano impunemente. Se temía hasta al pito del sereno que, por cierto, en mi pueblo no había ninguno.

Pero tampoco sería justo que, en éste caso, por el despiadado comportamiento de determinados miembros de la Guardia Civil, entrara yo en difamar al colectivo de la Benemérita, que en general ha dado sobradas muestras de abnegada entrega al servicio de la sociedad a lo largo de su ya dilatada historia.

martes, 11 de septiembre de 2012

El cuartel, 1



La casa donde pasé mi infancia en Campillo estaba muy próxima al Cuartel de la Guardia Civil, no el que figura en la foto de cabecera, sino al anterior que ya no existe. El actual, que también frecuenté en ocasiones, se inauguró poco antes de marcharme del pueblo. Esa proximidad facilitaba mis relaciones de amistad con los niños de los guardias, amistad a veces truncada prontamente debido a los traslados de los padres. Con mis amigos entraba con frecuencia en las dependencias y en sus viviendas, sobre todo cuando sus familias eran amigas de la mía. Hubo algún caso que recuerdo con nostalgia.

Todavía yo muy niño observaba que el hijo mayor del comandante de puesto, ya un adolescente, llevaba a veces balas de fusil en los bolsillos y pedía prestado un martillo en la fragua de mi padre. No éramos amigos por la diferencia de edad, pero me permitía seguirle hasta las afueras del pueblo, donde iba poniendo las balas una a una sobre una piedra plana y de alguna forma las inmovilizaba, después martillaba en la parte trasera encima del fulminante y se producía el disparo. El proyectil salía zumbando. No eramos conscientes del peligro de tal acción, pero lo cierto es que nunca ocurrió percance alguno. En realidad lo que le interesaba eran los casquillos de cobre, muy cotizados como chatarra.

Tiempo después intimé con el hijo de un guardia recién llegado al pueblo, donde permaneció durante varios años. Esa amistad fue muy estrecha, hasta el punto que era uno más de nuestra pandilla. Un dia le conté a él solo lo de las balas y que nos podiamos repartir lo que nos pagaran por los casquillos.

Parece ser que la munición era de sobrantes, de material en desuso o tal vez procedente aún de la Guerra Civil, el caso es que localizó el lugar donde estaba y comenzó a sacar balas escondidas en los bolsillos. No nos atreviamos a actuar según yo había visto sino que con unas tenazas extraíamos el proyectil del casquillo y luego sí, ya sin peligro, con un martillo hacíamos estrumpir el fulminante, una explosión sin peligro y poco sonora (a menudo decíamos estrumpir por explotar). Con la pólvora hacíamos un reguero en el suelo y le prendíamos fuego, provocando unos minúsculos fuegos artificiales.

Un dia me vino diciendo que habia visto una bala, mu gordaaa, mu gordaaa. Yo, aleccionado por mi hermano mayor que vivió la Guerra Civil y me contaba todo lo que había conocido de material bélico, supuse que se trataría de una bala de cañón. Un botín considerable de chatarra y pólvora para prenderla y divertirnos. Pues nada, que sacó la supuesta bala escondida bajo la camisa, porque no le cabía en el bolsillo. Cuando la vi supe que se trataba de: ¡Una bomba de mano!, una granada y no de las conocidas por su forma como de piña, pues era cilíndrica y metálica.

Cuando expliqué a mi amigo de qué se trataba, se puso a llorar. Ya no se atrevía a entrar de nuevo con aquella arma escondida, pues si era sorprendido seguro que recibiría un severísimo castigo y yo también recibiría mi parte. Teníamos un problema que no podíamos contar a nadie, había de ser resuelto por nosotros mismos. Decidimos cavar un hoyo en el suelo de unas casas derruidas que había a las afueras y que nadie frecuentaba y enterrar allí el artefacto. Lo hicimos de forma tan disimulada que nada se notó y así pasamos aquel dia de angustia, pero se acabó en adelante el negocio balístico.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Mi Chari



Cuando yo niño tenía un hermano y tres hermanas, todos mayores que yo. A saber: Mi Quico (Francisco), que era herrero; mi Lelo, (Consuelo) excelente costurera y primorosa bordadora a mano, fallecida tristemente a los 26 años y la única que quedó en el pueblo para la eternidad. Mi Chari,( Rosario), mujer sensata, severa, práctica y resolutiva. Por último mi Casi (Casilda), quien apenas había salido de la edad de los juegos infantiles para empezar a mocear.

Volviendo a mi hermana Chari, que es la protagonista de esta entrada, diré que era trece años mayor que yo y quien cogía las riendas de la casa durante los frecuentes y prolongados ingresos hospitalarios de mi madre. Opinaba ella que ya iba siendo hora de ir metiendo en vereda al niño, o sea, a mí. Opinión razonable, pero que yo por entonces para nada compartía, dedicado como estaba a mis constantes juegos y correrías (aparte de mi aplicación en la escuela), así que el choque de puntos de vista entre mi hermana y yo era frontal.

La distribución de mi casa, como casi prácticamente todas las del pueblo. constaba de un pasillo que desembocaba en el corrá, habitaciones a los lados de ese pasillo y la cocina al final o, como era nuestro caso, construida en el mismo corral. Precisamente entre éste y la cocina guardaba yo mis juguetes, casi todos artesanos, muchos hechos por nosotros mismos. Por eso del repentino cambio de los juegos infantiles, me pasaba todo el dia entrando y saliendo

Mi hermana limpiaba el suelo con frecuencia, para mí demasiado, pues durante la faena o ya sentada en el umbral esperando el secado, si me presentaba yo con la intención de entrar, claro: ¡Alto, ni se te ocurra pisar hasta que no se seque el suelo! Yo le proponía que, de forma alternativa, dejara en el pasillo una especie de vereda sin limpiar y así poder seguir yo entrando y saliendo si dejar mis huellas en el suelo, propuesta rechazada sin condiciones una y otra vez.

En una ocasión, cansado de esperar y envalentonado porque estaba arropado por mi pandilla de amigos, le grité: ¡BORRACHA!, curiosamente, mujer que jamás bebió alcohol, tal vez la viera excepcionalmente dar un sorbo al vino que bebía mi padre comiendo. Su reacción fue fulminante, intentó atraparme para darme mi merecido, pero yo era rapidísimo y salí huyendo hacia otra de mis prolongadas escapadas por los campos cercanos como ya comenté en LA FRAGUA, pero ahora esperando que en ausencia de mi madre fuese mi Lelo, hermana dos años mayor que ella y mi protectora, la que intercediese por mí y todo quedara en una severa bronca, como así solía ocurrir.

Mujer de pocos afeites y potingues cosméticos, solo se adornaba con un discreto collar, no de perlas precisamente, coloretes en la cara y los labios tenuemente pintados. Eso sí, las cejas siempre depiladas. Yo la veía a menudo con su espejito y sus pinzas, pinzas que, en sus ausencias, usaba yo para mis juegos. Una vez las abrí más de la cuenta y sin pretenderlo las convertí en dos piezas. Intenté unirlas con pegamín (así llamabamos al pegamento) y até los extremos fuertemente con hilo, pero nada, aquello no tenía reparación posible. En consecuencia, otra de mis huidas.

Para lavar la ropa se usaba la panera, una especie de artesa con un restregador y en un extremo una especie de orejetas y una parte plana para poner los productos del lavado. (No he conseguido averiguar por qué se llamaba panera a un utensilio que se empleaba para lavar. La única explicación que encuentro es que por su forma, suprimiendo la tabla de lavar, podía utilizarse o se había utilizado para amasar). Por falta de agua corriente en las casas había que acarrear la misma desde dos pilares que disponía el pueblo o de pozos cercanos, aunque prontamente se instalaron las primeras fuentes públicas.

Cuando era mucha la ropa por lavar las mujeres solían dirigirse a los lugares apropiados del arroyo o del río, que tenía mayor caudal, pero estaba más lejos del pueblo, pues éste tampoco contaba con un lavadero comunitario. Solían salir en grupo, con la panera en la cabeza sobre una especie de corona de trapo que llamaban rodilla y que hacía de punto de equilibrio y amortiguacíon. Admirables mujeres que caminaban incluso ¡cantando! como si fueran de alegre jira campestre. Admirables y sufridas, pues en los días soleados, pero fríos del invierno, no era raro que tuvieran que quitar el carámbano para acceder al agua.

Una vez hube de acompañar a mi Chari que iba sola a lavar, ella con la panera en la cabeza y yo de custodio con mi tirador, sandalias, pantalón corto con tirantes y una camisilla, vamos, como Joselito en sus películas, pero yo sin boina, (la llamabamos gorra), prenda que nunca me gustó y nunca usé. Caminabamos hacía unas charcas de agua "cana", agua de lluvia que así la llamaban por su color blancuzco, consecuencia de la sedimentación del terreno y que por lo visto era muy apta para el lavado por la abundante espuma que hacía con ella el jabón verde.

Llegados al destino, mi hermana se puso a la tarea, mientras yo solo tenía encomendada la misión de vigilar la comida, necesaria para pasar allí gran parte de la jornada, pero me entretuve entre los árboles próximos dedicado a mi siempre fallida cacería. Advertido por las voces de mi Chari de que un perro grande merodeaba cerca, me llegué corriendo, pero no a tiempo para impedir que el animal, antes de huir, engullera los alimentos y si algo quedó ya no era comestible para nosotros. Me llevé una continua y merecida bronca, y algo más grave, sin tener la posibilidad como tantas veces de huir al campo. ¡A qué campo si ya estaba en él! Hijo puta perro, todo por su culpa. Bueno, tal vez estaba más necesitado que nosotros.

Terminada la faena y después de recoger la ropa seca, tendida previamente sobre los arbustos próximos, emprendimos la vuelta a casa. Yo regresaba bronqueado y hambriento, pero mi hermana... ella iba peor, además de hambrienta, jarta de lavar y cargada de ropa.

Muchos años después, cuando la vi de cuerpo presente con sus cejas depiladas, sentí un estremecimiento interior recordando no solo aquel día en que partí sus pinzas y demás travesuras, sino también de los años de adolescencia que hube de vivir a su amparo. Como decían los romanos: Que la tierra le sea leve.

 

lunes, 27 de agosto de 2012

Bienvenido Mr. Marshall



En realidad, lo que refiero a continuación no figura en el episodio de LA ESCUELA, por olvido. Como creo que se trata de una parte sustancial de aquella época, comentaba con un familiar qué hacer al respecto: Un remiendo al texto original no me parecía estético, tampoco me parecía apropiada una coletilla aparte. Me aconsejó que hiciera una nueva entrada aunque fuera breve, con el título de la película del fotograma de cabecera, que viene muy al caso. Me parecío una acertada idea y eso me propongo hacer.

Como todos sabemos, en gran parte gracias a la emblemática película Bienvenido Mr. Marshall, España quedó al margen de la ayuda de los Estados Unidos a los paises europeos en conflicto durante la II Guerra Mundial,el donominado Plan Marshall, a pesar de que nosotros sufrimos poco antes una cruenta guerra que aunque civil, sí tuvo intervención extranjera.

Pocos años después, fruto de negociaciones con UNICEF y sobre todo a cambio de los acuerdos que permitían a los Estados Unidos instalar bases militares en territorio español, llegó sobre 1954 la tan necesaria ayuda, materializada en leche en polvo, queso y mantequilla. La principal distribición de esos alimentos se hacía entre los niños y niñas de las Escuelas Públicas. Después me he enterado que Cáritas también repartió una parte entre las familias más necesitadas, pero entonces yo no lo vi.

La leche se repartia a diario por la mañana, pero no recuerdo bien sobre el queso y la mantequilla, supongo que alternarían por dias y que la mantequilla la daban por la tarde como merienda. El sistema era como sigue:

El queso, de color amarillo anaranjado y que venía en grades latas cilíndricas, se repartía en trozos y los niños habían de llevar el pan, si no era así pues solo queso.

Para la mantequilla, de color amarillento y que también se presentaba en grandes latas cilíndricas, si que había que llevar forzosamente pan, como es obvio.

Para la leche era necesario portar un vaso, aunque la mayoría de los niños disponían de una lata de leche condensada o parecida, arreglada graciosamente por un hojalatero, con su asita y todo. No hace mucho escuché a una señora decirle a otra que parecía muy activa y desenvuelta: Eres más apañá que un jarrillolata. Me hizo gracia y me recordó que, efectivamente, aquellas latas servían, lo mismo para esa leche en polvo, para beber, para la achicoria, malta y a veces el café con leche de la mañana, a ser posible migao, para trasegar con el aceite. O sea, que sí, que eran mu apañás.

 

 

 

sábado, 25 de agosto de 2012

A Azuaga en burro



Una fugaz bonanza económica decidió a mi padre renovar parte del herramental de la fragua, principalmente sustituir los decimonónicos fuelles por un ventilador, para avivar el fuego con mayor rendimiento y menor esfuerzo. En general, ese material no lo lo había en Campillo. Para adquirirlo precisaba viajar a Azuaga, la poblaciòn más grande y mejor abastecida comercialmente de las proximidades, a poco más de ventinueve kilómetros o, como él decía, cinco leguas y media aproximadamente.

Mi pueblo no era precisamente una pequeña aldea, contaba por entonces con unos 5.000 habitantes, como ya comenté en el episodio de LA ESCUELA y por tanto disponía de varios taxis, alguno propiedad de mi familia materna. Pero sea por el coste, porque era verano y tenía menos trabajo o por lo que fuere, lo cierto es que mi padre determinó realizar el viaje en ¡burro! y que yo lo acompañara. ¡Síííí!, ver tanto campo libre y en pleno contacto con la naturaleza me ilusionó. Creo que era la primera vez que salía del pueblo. Pero había un problema, como artista, así llamaban los campesinos a lor artesanos, mi padre no poseía dicho animal. Problema que resolvió pidiendolo prestado a un amigo.

La del alba sería cuando salimos del pueblo camino de Azuaga. el burro, yo y mi padre. El burro equipado con su aparejo y unas aguaderas, utensilio de esparto con cuatro huecos, concebidos para portar cántaros de agua, de ahí su nombre, pero que se empleaban para acarrear otros muchas cosas, como era el caso.

Caminabamos alternandonos, unas veces montaba yo, otras mi padre, no recuerdo si los dos a la vez, pues yo pesaba muy poco, y otras los dos andando para aliviar al animal. Como a pesar de casi treinta kilómetros entre ambas poblaciones no existe ninguna otra, solo algunos cortijos no muy lejanos del camino, no pudieron aplicarnos ese antiguo y anónimo cuento del Viejo, el Niño y El Burro.

La carretera era polvorienta, pavimentada solo con almendrilla (piedra picada) apisonada con tierra, pero como los coches y pequeños camiones que circulaban eran muy ocasionales, prácticamente solo sufríamos el polvo que nosotros mismos levantabamos. Yo gozaba con el inmenso panorama, primero olivares y amplias dehesas y luego la extensa llanura de la campiña, con algunos olivares también. Campos secos y dorados por los fuertes calores del verano pero que, aunque parezca extraño, me resultaban tanto o más atractivos que los verdes de la primavera. También recreaban mi mente infantil los diversos animales que huían a nuestro paso o que observabamos en un entorno cercano.

Casi al final del trayecto coincidimos con un niño que también cabalgaba un burro y que nos amenizó cantando "Pena mora", el éxito de entonces de Juanito Valderrama. Ese niño cambió de ruta sin dejar de cantar una y otra vez la misma canción hasta que ésta se iba silenciando a medida que niño y burro desaparecían lentamente por el horizonte. Al cabo de cinco o seis horas llegamos a nuestro destino: ¡Azuaga!

El primer objetivo era buscar alojamiento para poder asearnos del polvo y el sudor del camino y luego pasar la noche. Ese alojamiento debía ser a la usanza quijotesca, o sea, una Posada, para que el Rucio dispusiera de una cuadra y merecida ración de agua, paja y cebada. Resuelto el hospedaje y aseados, salimos por el pueblo con el burro equipado y con sus aguaderas, para cargar lo que ibamos comprando en diferentes ferreterías. Yo me encapriché de una linterna de esas alimentadas con una pesada pila de petaca, pero que proyectaban menos luz que un candil. Era igual, hubiera disfrutado y presumido ante mis amigos en nuestro juegos nocturnos. Pero, más fuerte que mi continuo aperreo fue la negativa de mi padre. Me quedé sin linterna.

No recuerdo apenas como transcurrió el resto del dia, sí que antes de acostarnos coincidí con dos jóvenes muy simpáticos en el patio de la posada, quienes estuvieron un buen rato contándome cosas divertidas para mí y haciendome hablar para el disfrute de ellos. A la madrugada siguiente emprendimos el viaje de regreso, ya menos novedoso. Como además el burro venía cargado, solo yo, por mi liviano peso, me permitía montarlo cada vez que me sentía cansado de tanto caminar.

En una ocasión, ya no muy lejos del pueblo, se me ocurrió subir al pretil de un puente para montar con comodidad. Mi padre, que venía rezagado, dándose cuenta del peligro, pues si el animal hacía un movimiento brusco yo podía caer puente abajo, comenzó a gritarme alarmado. Monté cómodamente sí, pero cuando él me alcanzó me echó una merecida y fuerte reprimenda, aunque yo no lo entendiera así. Llegamos por fin a nuestro destino: Mi padre disgustado conmigo por el susto que le di, y yo cabizbajo y defraudado. Años después comprendí que, ¡once pesetas! que costaba la dichosa linterna, era mucho dinero entonces para satisfacer el pasajero capricho de un niño.


martes, 14 de agosto de 2012

La fragua


Pues sí, efectivamente, como indica el título de este blog, mi padre (José Antonio) era herrero de profesión por tradición familiar. Poseía desde antiguo una fragua en Campillo, creo que la más grande de las seis o siete que recuerdo, pero con escaso y anticuado herramental a causa de algún expolio durante la Guerra Civil, período en que el ejército la convirtió en armeria y por falta de capital, consecuencia de la escasa rentabilidad de ese tipo de trabajo en aquellos años. 

Después de larga experiencia era un gran profesional, no solo reparando los aperos agrícolas, sino realizando por forja cualquier tipo de trabajo artístico. Pero como el pueblo era básicamente de economía agropecuaria, la reparación de la también anticuada maquinaria agrícola suponía la mayor fuente de trabajo. Por ejemplo, en época de labranza, aguzar los escoplos de los arados de tipo romano, en otros lugares llamados rejones, pieza fundamental de éstos para surcar la tierra. 


Como el medio más común de transporte en las labores agrícolas era el carro tirado por mulas y con grandes ruedas de madera, radiadas, recubiertas con aros de hierro, el desgaste de éstos por el continuo rodar por caminos y carreteras sin asfaltar era frecuente, generando un trabajo en hermandad para los gremios de herreros y carpinteros. Esa forja y encaje de los aros al rojo se hacía en la calle. Si bien significaba un duro trabajo para los mayores, para los niños constituia un verdadero disfrute, escuchando juramentos, tacos y hasta insultos. Terminada la labor, los trabajadores regaban amigablemente sus polvorietas gargantas con el vino tinto de la tierra, al que eran algo aficionados.


Además de mi padre, en la fragua trabajaba mi hermano mayor hasta que emigró en busca de mejores horizontes de vida, algún oficial y uno o más ayudantes o mozos, según las exigencias laborales. Como por entonces era muy frecuente el trabajo infantil, en horas de plena actividad yo aparecía poco por allí, por si acaso me encomendaban alguna tarea que impidiera mi constante actividad recreativa, aunque mi padre no era de los que obligaban a los niños a trabajar o al menos no lo precisaba. Si yo aparecia era para afilar la punta de mi repión (peonza) o los de mis amigos. También acudía para rocoger chatarra y luego venderla o trocarla por baratijas, como ya conté en LAS HERRADURAS, pero para esto eran más propicias las horas de descanso y sobre todo las de la siesta veraniega, cuando era seguro que la fragua estaba solitaria.


Un día a media mañana aparezco por la fragua y esta vez sí, mi padre que en ese momento estaba solo, me puso a darle a los fuelles para que fuese avivando el fuego donde tenía los extremos de unas barras rectangulares de acero para forjar nuevos escoplos, mientras el iba a un recao


Caminaba con las manos agarradas a la espalda y por la dirección y la hora yo sabía que el recao lo llevaba al casino de su amigo Vicente (llamaban casinos a las tabernas), para darse algún lingotazo de tintorro del lugar y así endurzá una mijina sus penas, como diría el poeta extremeño Luis Chamizo. La verdad que merecía alguna pausa relajada. Trabajaba duramente. Además, seguro que debía buscar un mozo para ayudarle en la forja del material que estaba en el fuego. 

Pero como la gestión que fuera se demoraba y ya mi pandilla de amigos me esperaba impaciente en la puerta de la fragua, no dudé en abandonar el soplado y seguirlos para organizar nuestros juegos y correrías por los campos cercanos.


Terminados los juegos previos a la hora de comer mis amigos regresaron a casa pero yo temiendo represalias me quedé horas solo en contacto con la naturaleza, esperando que mi madre y hermana mayor, más preocupadas en ¿dónde estará el niño? que por lo que hubiera hecho, intercedieran ante mi padre y quitaran hierro al asunto, nunca más a propósito. Asi ocurría. Todo quedaba en una dura, pero soportable reprimenda y mañana será otro dia.

 

jueves, 9 de agosto de 2012

La escuela


El municipio de Campillo de Llerena rondaba una población de 5.000 habitantes hasta mediados de los años 50 del pasado siglo, cuando se inició una numerosa y constante emigración.

Contaba con dos centros escolares públicos. Una escuela para párvulos, llamada popularmente "de los cagones", situada en el centro del pueblo y con insuficientes plazas para esa población (también es cierto que por entonces no era frecuente escolarizar a los niños pequeños). La otra escuela, situada en las afueras y aislada de edificios, era donde se impartía la enseñanza elemental. A esta se le llamaba Los Grupos Escolares, Las Escuelas o simplemente: LOS GRUPOS.

Los Grupos eran en realidad un notable edificio con una clase aislada en el patio de recreo. Su construcción se inició en tiempos de la II República, aunque no entraron en servicio hasta principios de los años 40.

Como era lo habitual entonces, el acceso para niños y niñas se hacia por distintas puertas y las aulas estaban separadas. Éstas más numerosas para niños, puesto que, por falta de una ley de obligatoriedad de asistencia a la enseñanza elemental o por imcumplimiento de ésta, el absentismo escolar era elevado, mucho más en el caso de las niñas, destinadas de manera indiscriminada a las tareas domésticas (era la antigua costumbre).

En verdad, no hablabamos de clases o aulas sino de escuela, con el nombre del maestro o maestra que impartía la enseñanza en ellas. Maestros para los niños; maestras para las niñas.

Un avance para la época era que el edificio disponía de servicios higiénicos, aunque fuera de uso por falta de agua corriente. Bueno, esto lo supe después, pues como la puerta siempre estaba cerrada, sólo los vi de pasada en una ocasión en que ésta estaba abierta excepcionalmente. Realmente lo que vi fueron unos cacharros blancos entonces desconocidos para mí. Creía que solo se cagaba en el corrá o en el campo. En todo caso en un cuartucho dentro del corral con un poyete de madera y un agujero adecuado para asentar las posaderas. Las Necesarias, que diría Quevedo.

Por contra, como creo que ocurría en todas las escuelas públicas españolas, el edificio carecía de instalación calefactora o de refrigeración.

Como ya he comentado, los veranos de Extremadura en general y de la Campiña Sur en particular suelen ser tan tórridos como gélidos algunos periodos de los inviernos.

Para combatir el frío, los niños solían portar estufas o lo que es lo mismo, unas latas de conserva llenas de picón encendido a modo de pequeños braseros y con unas improvisadas asas de alambre. El conjunto de estas estufas caldeaba algo el ambiente. Para los dias de calor previos a las vacaciones de verano no había más recursos que abrir las ventanas, en todo caso las niñas usaban el abanico y los machotes a joderse, aguantarse y ¡a sudar!

La enseñanza se impartía por ese método tan español de: "La letra con sangre entra", refrán que ni compartía ni comparto. En todo caso mas que la letra entra el odio. No era para tanto, pero sí que los palmetazos y pescozones dependian del mayor o menor rigor del maestro. Práctica tolerada y admitida socialmente y asumida en general por los padres de los alumnos.

A ese panorama educativo hube de incorporarme directamente a los seis años o poco más, ya que mi Lelo (la mayor de mis hermanas) me había enseñado en casa a leer y escribir y así evité el paso previo por "los cagones".

Una mañana mi madre me acompaña a Los Grupos, nada menos que a la escuela de ¡Don Vicente!, conocido de la familia pero con fama de ser de los maestros mas severos.

Trocar de forma brusca mi libertad en el arroyo por el encierro entre cuatro paredes me resultó insoportable. Como reacción tiré varias sillas, algunas con niño incluido, esperando que el maestro me invitara amablemente a salir de clase, pero no me invitó no, sino que actuó contundentemente acorde a su reputación. Terminada la maldita jornada regresaba solo a casa con una decisión irrevocable: ¡No voy más a la escuela! Decisión no admitida por El consejo familiar.

Ante mi negativa, a la mañana siguiente mi madre, armada con un palo en una mano y con la otra tirando de mí, caminaba hacia la escuela. El palo era solo intimidatorio, que te doy, que no te doy, que no me daba, que me agarraba a algunas rejas de las casas de donde había que soltarme, que iba todo el camino berreando, que la Rosario y el niño; mi madre y yo nos convertimos sin pretenderlo, en el espectáculo matinal del pueblo que habiamos de cruzar para llegar a SU destino.

Mi madre rogaba al maestro paciencia, que su niño no era malo, sino travieso, como dicen todas las madres. En realidad no era malo. Los cambios bruscos nunca fueron buenos.

Como mi actitud no mejoraba mucho, un dia que entraba en clase y ya agotada su escasa paciencia, el Don Vicente ése vino hacia mi: ¡NIÑOOOO, TÚ FUERA DE AQUÍÍÍÍ!

Aquel grito de expulsión llegó hasta lo más profundo de mi amor propio, me sirvió de revulsivo y acicate, así que me dirigí voluntario a la escuela de Don Juan, hombre benevolente (entonces no eran rígidas las clasificaciones por edades o cursos) donde fui acogido y donde se produjo un cambio asombroso, tomé tal avidez por aprender que nunca falté a clase si no era por enfermedad, algo que, afortunadamente, era poco frecuente. El arroyo me tenía inmunizado.

Comprendí además que disfrutaba con el aprendizaje y que éste era compatible con mis juegos, pues disponía de suficientes horas libres y todo el largo y cálido verano por delante.


Foto de cabecera: Eduardo Iglesias Rodriguez

domingo, 5 de agosto de 2012

El arroyo



OOH... ¡EL ARROYO! ¡MI ARROYO! Un simple regajo, escenario principal de mis juegos infantiles, tanto en pandilla como en solitario.

Ni siquiera la vista del río Tajo en Aranjuez, donde estuve unos meses por entonces, apartó de mi mente mi arroyo, porque así lo consideraba, por eso del sentido territorial del ser humano. Y eso que el río Tajo me deslumbró, nunca había visto tanta agua... ¡y había hasta barcos!

Próximo a la casa en que vivía, el cauce del arroyo,semeja una Y curvada por dos brazos que confluyen y que circunda parte del pueblo. Su caudal es escaso y en los veranos la corriente prácticamente se paraliza. Solo charcos aislados resisten las altas temperaturas del sur extremeño.

La fauna acúatica de estos charcos estaba compuesta por pequeños peces, renacuajos, ranas, culebras de agua, algún galápago y otros animalitos, entre ellos, sanguijuelas. La humedad también atraía libélulas, que nosotros llamabamos aparatos, saltamontes, una especie de insectos palo, mantis religiosas, mariposas, algún que otro lagarto y aves; por supuesto, los más abundantes nuestros familiares gorriones.

Uno de nuestros retos era pescar a mano esos pequeños peces. Si el loco de Sevilla decía a los circundantes lo difícil que resulta inflar un perro con un cañuto de caña, según el cuento del prólogo de la segunda parte del Quijote, aseguro que es mas difícil coger un pez a mano en un charco. Lo conseguiamos con astucia, perseverancia y porque teníamos ¡nueve o diez años! De lo contrario sería una gilipollez.

La captura de ranas era mas fácil. Muchas veces acudía solo al arroyo cuando oscurecía, imitaba su croar y una vez localizadas las apresaba en su escondite.

Tanto ranas como peces terminaban en una tinaja con agua que tenía en el corral de mi casa. Durante la noche, tal vez llamando a sus amiguitas libres que se escuchaban no muy lejos, las ranas no paraban de croar, con el consiguiente cabreo de toda la familia, que a la mañana siguiente me obligaban a soltarlas.

Pero vuelta de la burra al trigo, otra vez captura y a la tinaja y así me pasaba el verano: Del arroyo a la tinaja y de la tinaja al arroyo.

Luego lo entendí: Es bucólico y hasta relajante para conciliar el sueño el canto de los grillos y el croar de las ranas, pero a cierta distancia, no desde debajo de la cama prácticamente ¡joder! Claro, yo con esa edad no tenía problemas para dormir y no entendía la constante reacción airada de mi familia.

Una rara y vistosa clase de libélulas y una especie de mariposa que llamabamos linda por sus bonitos colores eran un objetivo difícil de conseguir. Ingenié de cargar el tirador (tirachinas) con arena en vez de una piedrecita (decíamos chinato) y el resultado de la caza fue todo un éxito.

Un primo mio y yo pretendimos transformar uno de los charcos en piscina ¿particular?, para aliviarnos de los rigores del verano.

El agua nos cubría hasta media pierna aproximadamente y el fondo era arenoso, así que pensamos que extrayendo arena conseguiríamos la profundidad deseada. Pues manos a la obra.

Nos presentamos una tarde con una pala y un cubo (decíamos cuba) y comenzamos la labor, pero en vista de que después de un sudoroso y enorme esfuerzo el resultado era que la arena se iba corriendo y que no conseguimos profundizar más de un centímetro, la pala y el cubo fueron a tomar por culo y nos dimos unos cuantos y refrescantes revolcones en calzoncillos. Así terminó nuestro proyecto de ingeniería.

Lo cierto es que a pesar de las carencias y penurias de la época: Con mis amigos, mis juegos, mis correrías campestres, mi libertad y ¡mi arroyo!, ¡YO FUí UN NIÑO FELIZ!

miércoles, 25 de julio de 2012

La alcantarilla


Recuerdo mi infancia viviendo en la casa que encabeza este relato, pero la foto es posterior y contempla ya la remodelación realizada por su actual propietario. Se puede ver a la derecha el tapial que limitaba el corral de la casa de atrás. Esas tapias que se conservan tal como entonces, forman la esquina final de la calle.

La otra esquina de la bocacalle la formaba un taller de carpintería con la vivienda de los propietarios, ambas construcciones ya desaparecidas y convertidas en pisos.

Justo en esa esquina construyeron una conducción cubierta y de forma curvada, para las aguas pluviales. Nosotros la llamabamos alcantarilla.

La campiña extremeña tiene frecuentes períodos de sequía. Entonces la alcantarilla nos servía de escenario para juegos infantiles: Imaginabamos un túnel que había que atravesar y había que hacerlo reptando y un niño tras otro en fila única y en la misma dirección. No había espacio para más

Una tarde, nada más salir de casa, hice solo el recorrido que tanto nos atraía a la vez que nos causaba cierto respeto. Una mujer que se acercaba andando (no recuerdo quien era) me vió entrar , pero no salir, debido a la curva que daba a la calle perpendicular. Seguidamente partí corriendo a reunirme con mis incondicionales de costumbre.

Por lo visto la señora pensó que me había quedado atrapado en el interior y dio la voz de alarma a mi Chari, trece años mayor que yo (era habitual utilizar el posesivo MI ante el nombre propio para referirnos a nuestros hermanos), quien ocasionalmente estaba al mando de la casa.

En uno de esos repentinos y habituales cambios en los juegos de los niños, regresé a casa por algo que no recuerdo. Desde lejos vi concentrado ante mi puerta a parte del vecindario, quienes gesticulaban, se llegaban a la alcantarilla, mi hermana gritaba... Me daban por asfixiado en su interior, al no recibir respuesta alguna.

En esto que me presento ante aquel gentío alarmado, que mirandome con caras atónitas, como si estuvieran viendo un fantasma, pasaron a continuación a increparme de forma colectiva. Ajeno a todo ello, yo me preguntaba: ¡Qué coño he hecho yo ahora!

Al final, como la alegría de verme vivito y coleando era superior al susto que se habían llevado, todo quedó como si nada hubiera pasado.

Tiempo después, cuando leí por primera vez TOM SAWYER, recordé aquella vivencia cuando Tom y su amigo Huckleberry Finn parten de aventuras y después de larga e infructuosa búsqueda, los dan por muertos y éstos aparecen en la iglesia durante el oficio religioso por la salvación de sus almas. En mi caso no se llegó a tanto. Aún no habían avisado al cura del pueblo.

 

domingo, 15 de julio de 2012

Las uvas


Erase una calurosa tarde de mediados de agosto de 1950 y...., cuando tres niños partimos del pueblo "armados" de tiradores (tirachinas), camino de los cercanos olivares con la intención de cazar pájaros. El resultado, invariablemente, era el fracaso absoluto.

En esa ocasión propuse adentrarnos en un viñedo próximo, repleto de apetitosas uvas blancas, "jartarnos" y "recolectar" algún racimo para llevar al pueblo.

Uno de los niños, menos atrevido, se negó y optó por esperarnos debajo de un olivo

De repente, cuando nosotros dos sólo habiamos cortado algún racimo (que nosotros llamabamos "gajos"), pero aún no nos habiamos comido ni una puta uva, aparecieron dos Guardas Forestales de esos con uniforme de pana, banda de cuero que les cruzaba el pecho con un óvalo de latón, con la gravación: GUARDA FORESTAL, sombrero de ala ancha, con una escarapela lateral con los colores de la bandera nacional y armados con una especie de escopeta, que creo llamaban Tercerola ¡Joé que miedo! Vi de soslayo que uno era Marquito, muy conocido de mi padre.

Mi reacción fué huir corriendo, por ello tiré del brazo de mi amigo para que hiciera lo propio, con tan mala fortuna, que provoqué su caída y quedó "prisonero" del "enemigo".

No paré de correr hasta llegar al pueblo y allí estaba ya el que se quedó debajo del olivo, que no nos avisó del avance de los guardas, por miedo a delatarse el mismo. Así que nos dejó abadonados a nuestra propia suerte y se volvió corriendo.

En esto que pasa otro grupo de amigos liderados por uno ya mayor (seminarista) quién disponía de un balón de ¡REGLAMENTO!, de esos de cuero con una costura del mismo material, para encerrar la válvula. Costura que si te daba en la cabeza te hacía una pitera (herida). Todo un lujo para quienes no disponiamos mas que de alguna pelota o balón de goma.

Me invitaron a jugar en la era de La Cruz (Las eras eran los únicos sítios del pueblo donde se podía pelotear con cierta comodidad). Ya había participado allí en otras ocasiones, pero ahora no sabía que inventarme para declinar la invitación, pendiente como estaba de saber noticias de mi amigo "detenido", pero no era conveniente decirles el motivo real de mi negativa. El caso es que me quedé en espera de acontecimientos .

Por fin veo a mi amigo bajar por el llamado cerro de Las Cornejas y que va al arroyo, a unos de los escasos charcos que se mantenían en verano. Me presento allí y veo que se está lavando los calzoncillos ¡SE HABÍA CAGAO DE MIEDO! y me dijo aún sollozando que lo habían obligado a delatarme y que nos habían puesto una multa a cada uno de cinco duros ¡CINCO DUROS DE LA ÉPOCA!

Me aterraba la idea de que vinieran a reclamarle a mi padre la para mi tan enorme cantidad de dinero y la noticia me tuvo insomne varias noches, hasta comprobar que mi padre no decía nada ni tampoco Marquito el guarda a quién veia a veces en el pueblo, pero desde lejos. No me atrevía acercarme a él . Comprendí entonces que sólo se trataba de un susto y fuí recobrando mi vida rutinaria.

Será en venganza de aquella angustia o por inclinación propia, que todavía cuando paso andando o en coche por un viñedo propicio, no resisto la tentación de pararme y coger algún racimo y no me importa que las uvas sean blancas como aquellas, negras o moradas .
 

jueves, 12 de julio de 2012

Leche judía


Se puede ver por la imagen, que se trata de una planta silvestre muy común en España. Su nombre es Lechetrezna (también tiene su nombre cientifico). Tiene otros nombres populares, en Sevilla, leche interna, en otros lugares, lechera, lecheriega, etc. etc., pero en Campillo la llamabamos leche judía, tal vez un localismo o comarcalismo, si puede decirse así.

Si cortas la planta, rezuma una sabia blanca y espesa, que por lo visto tiene alguna utilidad farmacológica o remedio casero.

Lo cierto es que entre los niños (allá por los años 50), se comentaba que el "pito" crecía si te lo "masajeabas" con ese líquido lechoso.

Como en aquellos años no era infrecuente ver a algún niño con el pito al aire, mira por dónde que observo a uno con el glande (obviamente se empleaba otra definición mas vulgar), hinchado, tumefacto y por lo que me dijo, dolorido. Me quedé horrorizado. ¿Qué te ha pasaoooo? Respuesta: que unos niños mayores me dijeron que si me daba con leche judía me crecía el pito. Y sí. Le creció, mas bién le engordó (supongo que de manera transitoria). Cuando vi aquello escarmenté por cabeza ajena y dejé mi "aparatito " como estaba.

MORALEJA: Hay que conformarse con la "dotación" que nos otorgó la madre naturaleza y dejarse de experimentos con LECHE JUDÍA.

Curiosamente, en una reciente reunión en una parcela cercana a Sevilla, propiedad de unos familiares, hablé de estas travesuras infantiles, supuestamente extremeñas, y un cuñado me dijo que eso le pasó a un hermano suyo en Sevilla, unos diez años después de lo comentado por mí. Cosa que confirmó la madre e informó que tuvo que llevar a su hijo al médico. Es más, otra familiar comentó otro caso igual, ocurrido a su hermano en Chiclana, todavía después.

O sea, que la obsesión masculina por las dimensiones del "vergajo" no tiene edad, ni tiempo ni lugar. Y no os enterais: que dicen que el tamaño NO IMPORTAAAAAAA. Pues yo no lo tengo tan claro.